Pasión andaluza
Es bonica,
muy pequeñica, pero la mar de salá. Sus ojillos verde oliva se comen
el mundo a cada paso. Carece de la paciencia necesaria para saber hacia dónde
anda, pero le impresionan las pequeñas cosas. No las cotidianas, sino las
extraordinarias. Las que arrancan sonrisas.
Con el corazón dividido piensa en los buenos días del
señor que la llevaba a la facultad conduciendo el Tussam [el autobús]. El bombón que en navidad le
regalaban en la librería Beta de la calle Sierpes. El quiosquero, sevillano
donde los haya, que le vendía el periódico… Adoraba el “mi arma”, casi tanto
como su Torre del Oro, su Giralda o su Catedral. Vivía para los mojitos a la
vera del río Guadalquivir. Se emborrachaba de gusto en la ciudad que la enseñó
a reír. Recuerda y se siente morir de gozo al dibujar en su memoria esa mañana
del mes de noviembre en la que recorrió por primera vez San Jacinto. El sol
bañaba un barrio que le pareció lleno de colores y olores. Pensó que era
imposible ser infeliz despertándose en Sevilla, y cruzó el puente Isabel II con
un nudo en el estómago, sintiendo que no se merecía lo que estaba viendo.
Única y maravillosa, son sus calles y son sus gentes.
A penas acierta explicar la ternura y la adicción que en ella crea el carácter
sevillano. La apariencia, la Feria de Abril y la Semana Santa, los buques
insignia de la cultura hispalense que descubrió en sus años universitarios. El
calor invernadero tras los meses de invierno, las cervezas y las tapas llenas
de arte. Son sus raíces, las que siente, las que quiere. Su definición por excelencia
de Andalucía. El origen del orgullo con que mira a su tierra.
Y en la otra mitad de su alma, eso sí algo más grande,
su Punta Umbría, la flecha de la costa de la luz, la maravilla onubense, la
cuna de sus amores, la pasión de sus marineros. De ella, ni falta hace que
hable, pues sus arenas blancas susurran por si solas la majestuosidad de la
mar, señora incuestionable de su pueblo. Su ría, la envidia de los señoritos,
el parque de los chiquillos en las tardes de verano. El olor a salitre y a
pino. La espuma blanca del oleaje contra el espigón, la magia de los Enebrales,
el atardecer dorado de la playa. Los puntaumbrieños a la puerta de las casas,
la plaza abarrotá. El pescao fresco, las coquinas, las gambas…
El buen comer, madre mía. No sé puede aguantá
lo bonito que es su hogar, su pueblo, y repite, su Punta Umbría.
Tampoco no se olvida de la gracia gaditana, la Alhambra
y mala follá Granaína, la hermosura cordobesa, el aceite de Jaén, su pasado
almeriense... Todas son pa rabia de
gusto, verdaderas joyas provinciales, pero ésta es su historia, y su ser es
ante todo puntaumbrieño por nacimiento e hispalense por devoción.
Ha tenido que volar, pero lleva en la sangre más que
nunca la gracia del sentir andalú.
Jamás supo cantá ni bailá. Pero escucha su cante y se le
llena el alma de alegría, las venas de algarabía y no hay dificultad que la
supere. Su cuerpecillo y su mente laten con la maestría de la música de sus
paisanos y se abandona al recuerdo de las mágicas noches del sur de su
península. Gracias da día sí y día también por ser una morena de Andalucía, por
El Rocío y la romería ¡Qué bonito su verde y blanco! ¡Qué trabajadores sus
abuelos, sus padres! ¡Cuánto les ha
costao sacarla pa lante, pero qué
bien hecha les ha queao esa tierra
suya!
Tumbada en una cama madrileña se emociona esa andaluza
al pensar en el momento de volver al sol y los sabores de su infancia, segura
de que no olvidará de dónde viene ni a dónde volverá.
Escrito por: Ana Isabel Fortes Ponce