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domingo, 26 de abril de 2015

Pasión andaluza


Pasión andaluza

Es bonica, muy pequeñica, pero la mar de salá. Sus ojillos verde oliva se comen el mundo a cada paso. Carece de la paciencia necesaria para saber hacia dónde anda, pero le impresionan las pequeñas cosas. No las cotidianas, sino las extraordinarias. Las que arrancan sonrisas.

Con el corazón dividido piensa en los buenos días del señor que la llevaba a la facultad conduciendo el Tussam  [el autobús]. El bombón que en navidad le regalaban en la librería Beta de la calle Sierpes. El quiosquero, sevillano donde los haya, que le vendía el periódico… Adoraba el “mi arma”, casi tanto como su Torre del Oro, su Giralda o su Catedral. Vivía para los mojitos a la vera del río Guadalquivir. Se emborrachaba de gusto en la ciudad que la enseñó a reír. Recuerda y se siente morir de gozo al dibujar en su memoria esa mañana del mes de noviembre en la que recorrió por primera vez San Jacinto. El sol bañaba un barrio que le pareció lleno de colores y olores. Pensó que era imposible ser infeliz despertándose en Sevilla, y cruzó el puente Isabel II con un nudo en el estómago, sintiendo que no se merecía lo que estaba viendo.

Única y maravillosa, son sus calles y son sus gentes. A penas acierta explicar la ternura y la adicción que en ella crea el carácter sevillano. La apariencia, la Feria de Abril y la Semana Santa, los buques insignia de la cultura hispalense que descubrió en sus años universitarios. El calor invernadero tras los meses de invierno, las cervezas y las tapas llenas de arte. Son sus raíces, las que siente, las que quiere. Su definición por excelencia de Andalucía. El origen del orgullo con que mira a su tierra.

Y en la otra mitad de su alma, eso sí algo más grande, su Punta Umbría, la flecha de la costa de la luz, la maravilla onubense, la cuna de sus amores, la pasión de sus marineros. De ella, ni falta hace que hable, pues sus arenas blancas susurran por si solas la majestuosidad de la mar, señora incuestionable de su pueblo. Su ría, la envidia de los señoritos, el parque de los chiquillos en las tardes de verano. El olor a salitre y a pino. La espuma blanca del oleaje contra el espigón, la magia de los Enebrales, el atardecer dorado de la playa. Los puntaumbrieños a la puerta de las casas, la plaza abarrotá. El pescao fresco, las coquinas, las gambas… El buen comer, madre mía. No sé puede aguantá lo bonito que es su hogar, su pueblo, y repite, su Punta Umbría.
  
Tampoco no se olvida de la gracia gaditana, la Alhambra y mala follá Granaína, la hermosura cordobesa, el aceite de Jaén, su pasado almeriense... Todas son pa rabia de gusto, verdaderas joyas provinciales,  pero ésta es su historia, y su ser es ante todo puntaumbrieño por nacimiento e hispalense por devoción. 

Ha tenido que volar, pero lleva en la sangre más que nunca la gracia del sentir andalú. Jamás supo cantá ni bailá. Pero escucha su cante y se le llena el alma de alegría, las venas de algarabía y no hay dificultad que la supere. Su cuerpecillo y su mente laten con la maestría de la música de sus paisanos y se abandona al recuerdo de las mágicas noches del sur de su península. Gracias da día sí y día también por ser una morena de Andalucía, por El Rocío y la romería ¡Qué bonito su verde y blanco! ¡Qué trabajadores sus abuelos, sus padres! ¡Cuánto les ha costao sacarla pa lante, pero qué bien hecha les ha queao esa tierra suya!


Tumbada en una cama madrileña se emociona esa andaluza al pensar en el momento de volver al sol y los sabores de su infancia, segura de que no olvidará de dónde viene ni a dónde volverá. 

Escrito por: Ana Isabel Fortes Ponce