Compases
terminados
La noche es larga y callada. Miro a la cuna, mi Alba duerme,
mañana iremos al parque donde ella es feliz y yo puedo pensar en que quizás le
exigí a la vida más de lo que esta pudo darme.
Tu inesperada voz al otro lado del teléfono, tus tartamudeos,
tus medias frases, tus te extraño, te echo de menos, nada es igual sin ti, es que
todo me recuerda a ti… me aburren y me agotan, pero lo aguanto porque es
mejor que ignorarte y que me colapses el teléfono. No puedes ser más pesado.
Nunca preguntas por tu hija, porque no sabes que existe. Hace
demasiados meses que no nos vemos, y la última vez no se me notaba la barriga.
Ahora cuando llamas a mi casa, Alba, que parece que está al tanto de todo lo
que su madre ha pasado, calla para que su padre no escuche su llanto y así
podamos las dos vivir tranquilas lejos de ti.
La adoro, y sé que nunca tendrás una hija más bonita. Hubiera
preferido que no llevara tu sangre, porque quisiera protegerla de ti. A veces
me desvelan pesadillas en las que tú la encuentras.
Le pongo todas las mañanas Amaral, me gusta la libertad que
transmite y rayo hasta la saciedad la canción Salir corriendo, creo que porque pretendo que mi hija grave en su
pequeña cabecita que no tiene que consentir que nadie la cohíba y la anule.
Es tarde, miró el reloj de la mesita de noche, las tres de la
madrugada. Ella duerme plácidamente cuando me hundo en la soledad de las
sábanas de mi cama. Busco de manera inconsciente el olor de tu cuerpo, sé que
todas las noches lo hago y me odio por ello hasta que el sueño me vence.
Me despierta un sol juvenil y divertido a las ocho de la
mañana de un sábado, a mi edad debería estar, a esta hora, con una resaca
bestial medio muerta en la cama con las sábanas pegadas a la cara, pringada de
maquillaje a medio quitar. Pero en lugar de eso me levanto a toda prisa como
impulsada por un muelle. Voy hacia la
cocina, preparo a tientas un biberón a la vez que enciendo la cafetera y la
lleno de café como para un regimiento. Escucho hervir el agua para Alba, me
relaja este sonido, la retiro de la placa, la mezclo con la leche en polvo y
camino de nuevo descalza hacia la cuna. La pequeña succiona, sin abrir los
ojos, con tanta fuerza que me planteo si anoche no se me olvido darle de comer,
pero al momento rechazo esta idea, si eso hubiera ocurrido puedo dar por hecho
que mi hija se habría encargado de que el vecindario no hubiera pegado ojo en
toda la noche.
El biberón se acaba, cojo a Alba y con ella a cuestas vuelvo
a la cocina. Me sirvo un buen tazón de cafeína y regresamos a nuestro
salón-habitación. A la niña la dejo en su parque, cerca del gran ventanal que
ocupa casi toda la pared. Entra un sol fuerte y primaveral que se derrama sobre
sus piernecitas regordetas a la vez que las agita en el aire nerviosamente como
reprochando algo que aún no se descifrar.
En el fondo me encanta este ritual de los sábados, donde el
despertador no suena y el café me sabe a gloria mientras miro a mi hija con un
ojo y con el otro observo mi reflejo en el espejo. Estoy horrible despeinada,
con una camisa de hombre que disimula mi pecho pequeño y por la que asoman unos
muslos prietos, jóvenes y delgados. De repente me apetece sexo. Doy el último
sorbo al café, me levanto y pongo la radio, una canción de Estopa suena y
sonrió…Ya no me acuerdo si tus ojos eran
marrones o negros, como la noche o como el día que dejamos de vernos, pero
recuerdo que llovía y que quedamos en la parada del metro…
Comienzo a cantar mientras me precipito a poner un poco de
orden en el apartamento por el que pago cuatrocientos euros mensuales a un
viejo triste y salido.
Poco después voy de cabeza a la ducha. Canto a voz en grito
porque me siento feliz y el contacto con el agua helada me hace revivir. Ya no
necesito sexo, ya no necesito nada, soy libre. El tacto de la espuma al frotar
mi pelo vuelve a hacerme sonreír. ¿Y si la eternidad fuera este instante?-pienso
mientras pinto un ojo que me mira desde el otro lado del espejo- Hoy no existe
nadie más feliz- vuelvo a pensar mientras coloco a mi Alba en el cochecito.
- vamos al parque tesoro- le digo a la vez que beso su frente.
La calle irradia luz, color y bienestar. La gente viene y va,
unas con ritmos acelerados, otras, acompañadas de toda la familia disfrutan del
placer de un paseo sin rumbo. A ti y a mí se nos ve graciosas Alba, nos he
visto reflejadas en un escaparate de una tienda de electrodomésticos. No sé
porque, me he puesto un vestido rojo muy suelto sin sujetador y recuerdo la
película de Amelí.
Llegamos al parque, está lleno de niños cargados de vitalidad
que corretean de un lado a otro ignorando a las pobres madres, que inútilmente
les gritan órdenes que ellos ni se plantean obedecer. -Hacen bien- reflexiono
en un momento de rebeldía contra el mundo. Otras, en cambio, se les nota que no
son primerizas porque charlan animadamente con la de al lado, dirigiendo solo
de vez en cuando la mirada al armatoste
de plástico para comprobar que sus hijos siguen por allí.
¡Qué ganas tengo de verte jugando en la arena o intentando
andar sobre ella! ¡Y tu padre, lo que le gustaría verte! Comeríamos pipas
mientras nos reiríamos a carcajadas viéndote intentar atravesar aquella tierra.
Bueno, la verdad es que no, la estampa no sería esa, pero no puedo evitar
imaginarla.
Son casi la una de la tarde y ambas decidimos que es hora de
irse a almorzar, me lo dicen mis tripas y tu llanto. Así pues, regresamos por
el mismo camino a casa, vamos tranquilas, cansadas, anestesiadas con la morriña
que da el parque.
Caminamos avenida arriba cuando
entre decenas de personas distingo a tu padre, el corazón me da un vuelco, el
pánico me seca la boca. Noto temblar tu carro bajo mis manos conforme se va
aproximando la muchedumbre que trae a tu padre, me tiemblan las piernas y
lágrimas nerviosas se derraman sin orden por mis mejillas cuando me doy cuenta
que es la imaginación la que me la ha jugado. No es tu padre, ni si quiera se
le parece. No puedo dejar de llorar, sé que estoy histérica, me paro y me
siento en un banco. Te miro, tú parece que no has notado nada y yo respiro como
si acabara de correr una maratón, me duelen los brazos y las piernas. -Cálmate
por dios, estás en Barcelona, él no sabe que estás aquí y os separan muchos
kilómetros- me digo a mi misma.
Comemos y mientras duermes la siesta, me dejo morir en el
sofá delante del culebrón de Antena 3. Hace un calor asfixiante, lo dice el
hombre del tiempo, los vestidos veraniegos, y las sandalias que caminan por
esta gran ciudad. Sin embargo, yo llevo dos horas enrollada en una manta color
butano, devorando con parsimonia la tableta de chocolate de los sábados.
Faltan apenas quince minutos de película en los que
encontrarán el cadáver de la hija perversa, que ha caído mortalmente por las
escaleras de su gran mansión en un intento desesperado de matar a la nueva
mujer de su padre, cuando suena mi móvil. Rezo para no tener que levantarme a
contestar, pero en seguida el remordimiento por mi extrema pereza hace que me
incorpore y conteste:
-
¿Si?
-
A las siete te
quiero ver en el Covadonga, no valen excusas.
-
Hola, Paul. ¿Y
qué hago con Alba? Sabes que no puedo.
-
Vamos no te
cuentes historias, a la niña te la traes. Si es un regalo, no da lata ninguna
la pobre.
-
Sí pero…
-
Ni si ni nada, o
vienes tú o vamos a buscarte. ¡Qué vas
hace ahí toda la tarde! En fin, me pones enfermo. Hasta las siete, y no llegues
tarde.
Es increíble, pero otra vez estás aquí, apenas he colgado el
teléfono y ya me estás saludando desde el otro lado del sofá. Te echo de menos,
no quiero hacerlo. No quiero vestirme, coger a tu hija y pasarme la tarde en un
garito hablando de cosas sin sentido para evitar reconocer que pienso en ti.
Además, ya no puedo abandonarme a la cerveza y permitirme el lujo de acabar tan
pedo como para sentirte a mi lado y vernos brindar como nunca hemos hecho.
Comienza a llover, una lluvia tímida que no impide que salgamos
de casa. Llegamos al bar al tiempo que la
llovizna se convierte en diluvio veraniego. Entramos apresuradas en el
local. Mis amigos te jalean y te dicen lo guapa y lo grande que estás ya. En la
mesa del fondo, medio en penumbra, un hombre me mira a través del humo de un
cigarro, el corazón me da un vuelco, no es más que otra falsa alarma.
Paul se aparta para dejarnos un sitio en el raído sofá en el
que pasaremos la tarde probablemente hablando de los años de universidad y los
planes de futuro.
Míriam bromea recordando una frase que dijo alguien en alguna
clase de aquellos años. Todos reímos. Tiene gracia. Doy un sorbo a la cerveza.
El piqueteo de la lluvia en los cristales de la única ventana del bar ambienta
el momento. Rodeada de mis amigos y contigo en mis brazos podía pasar días,
detener el tiempo incluso, pero el recuerdo desvirtuado de tu padre me alcanza
de nuevo. Sonrío y en seguida escuece.
Me pregunto por qué las cicatrices duelen más en los días de
lluvia… Tu carcajada, Alba, me lleva de nuevo a ti, eres tan preciosa… Gritas
con tu vocecita aguda de inmensa felicidad, eso somos y seremos, mi niña.
Tendremos un otoño despejado, ausente de borrascas, lo
pronostica la chica del tiempo. -Nos irá bien. Para entonces las heridas serán
compases terminados- Me prometo. Y esa certeza hace que me sienta orgullosa, valiente, e
inmensamente poderosa.
Óscar acaba de pedir otra ronda. Nos quedaremos hasta tarde.
Escrito por: Ana Isabel Fortes Ponce